martes, 27 de junio de 2006

Comprensión, dolor y torpeza


Hace algún tiempo un amigo mío me regaló (o recomendó) un libro. No recuerdo ni el título, ni el autor (al amigo sí). La cosa es que dicho libro trataba de una teoría ética que tenía en cuenta la capacidad para considerar segundas opciones en el caso de verse frustrados nuestros deseos. Así, si quiero x pero x es inalcanzable, por sensatez y salud mental debe existir al menos una alternativa y que, quizá en menor grado, me satisfaga.
Seguro que hay montones de libros de autoayuda u otros tratados que lo exponen muy bien.

Lo cierto es que esa habilidad es sin duda una de las claves de la felicidad y su aplicación más o menos eficaz en nuestra vida nos da una base para juzgar nuestra inteligencia emocional.

Esto me recuerda a la frase “si algo tiene solución ¿por qué te preocupas? Y si no tiene solución ¿por qué te preocupas?”, que seguro que es un proverbio chino o vaya usted a saber.

En relación a mi vida no se si lo hago muy bien, supongo que soy un poco torpe emocionalmente hablando. Pero por el contrario tengo inmensos goces intelectuales con la comprensión de mis frustraciones. En concreto me sucede a menudo que una situación de la que tengo total consciencia al mismo tiempo puede causarme una frustración intolerable. Mi pensamiento discierne con lucidez causas y efectos; estrategias y objetivos; y toda una serie de elementos clarificadores y resolutivos. Sin embargo, en un plano emocional me encuentro desarmado. Mis actos y mis actitudes asumen una lógica que prescinde de mi parte intelectual.

Sólo después, cuando me quedo sólo puedo recuperar la cordura y mi mente y mi corazón vuelven a sincronizarse, surgiendo entonces la vergüenza. Entonces sé que debí actuar de otro modo, y me propongo hacerlo en la siguiente ocasión… pero desgraciadamente no siempre lo consigo.

Después de haber reiterado una actitud destructiva, y ahora que ya estamos a este lado de la frontera de lo inevitable, me encuentro dispuesto a seguir adelante con valentía, no sin sentir ese dolor puñetero (un poquito más arriba, doctora) por haber perdido a un amor.